La veía por la calle, andando entre
el gentío, y no podía reprimir un escalofrío.
Se escondía, intentando que ella no
pudiera encontrarlo, pero sabía que iba a ser cuestión de tiempo.
Llegó el día y se la encontró
cara a cara y no pudo evadir su mirada. Sabía perfectamente lo que
ella le iba a decir. Se puso a llorar como un niño, pero no sirvió
de nada. Era su hora y tenía que marcharse con ella.
Lo encontraron una mañana fría de
Febrero bajo unas mantas mugrientas, en el vestíbulo del Metro.
Había muerto de frío y en su cara
se podían apreciar dos hilos plateados que brotaban de sus párpados
ahora cerrados.
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