Siempre me ha producido terror la
profundidad del mar. Cuando era pequeñito, y aún hoy ya grande,
cuando me adentraba en el mar tenía que ser en una zona que pudiera
ver aún mis pies.
Lo desconocido me da miedo, lo
confieso. Admiro, más bien me asombran, a las personas que se tiran
al agua mar adentro sin saber lo que tienen a su alrededor. Quién o
qué se puede acercar a ti sin saberlo.
Yo creo que el terror acuático me
vino desde que un día de playa me adentré un poco (aún estaba en
la orilla) y vino una ola. Cuando se retiró la ola, tenía pegado
un pedazo de pulpo en mis piernas. Me las abrazó y me hizo caer.
Mientras, venía una ola más grande. El terror se apoderó de mí
porque los tentáculos me llegaban hasta la cadera y la cabeza del
pulpo me parecía repugnante. Menos mal que esa ola venía con fuerza
e hizo que el pulpo se despegara.
Las risas de mi familia fueron de
campeonato, pero ya me gustaría a mí que ellos estuvieran en mi
pellejo en ese momento.
En fin, desde ese día ya nada es lo
mismo. Si en la orilla me atacó un pulpo cualquiera sabe lo que me
podría atacar en una zona donde todo allí abajo es oscuro.
¡Prefiero no pensarlo!
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